TRILOGIA DEL PAISAJE
GRIS - BLANCO - NEGRO
El fotógrafo Juan Adrio (Pontevedra, 1971) presenta una trilogía del paisaje con tres series que se afirman entre sí a través de la preeminencia del gris, el blanco y el negro, respectivamente. La primera serie es GRIS iniciada en el año 2008, en ella el mar y el cielo propios de los días de mal tiempo invaden el espacio. En la segunda serie del paisaje, iniciada en el 2012, el BLANCO se extiende a toda la fotografía y deja ver insinuados paisajes en medio de la niebla; y en la tercera serie iniciada en el 2016, se completa la trilogía a través del espacio NEGRO del que emerge la silueta ramificada de un árbol en cada una de las imágenes.
La idea de partida de GRIS fue fotografiar la línea del horizonte entre el mar y el cielo de la costa gallega, de A Guarda a Ribadeo; de igual manera, la serie BLANCO surge de los viajes por carretera de Vigo a Ourense, al ver aparecer y desaparecer los montes entre la niebla, finalmente, desde la situación interior de Santiago de Compostela se inician los retratos de árboles singulares y longevos que aislados sobre el fondo nocturno se convierten en protagonistas de la escena en la serie NEGRO. No obstante, destaca la condición de continuidad de estas series, el carácter procesual desde que se toma la primera fotografía hasta su indeterminación en la geografía y el tiempo, porque constantemente el mar, la niebla y el monte cambian y, a la vez, persisten. La permanencia del fotógrafo frente al mar, al lado de un árbol, en medio del bosque, al pie de la montaña o en el borde del camino o la autopista, define en si misma una posición en el mundo que da lugar al paisaje en sus expresiones más autóctonas, donde el estado climático, ambiental o anímico pueden converger. Se trata de fotografías que dejan sentir el misterio del silencio y la quietud, en la casi ausencia del color, la atención a la luz y la precisión técnica que determina un proceso fotográfico de larga duración, desde la toma al revelado y hasta la exposición.
Las fotografías presentan un espacio abstracto a través del cual se abordan nociones que van del instante a la duración, del blanco al negro, de lo local a lo universal, de la vocación monocromática a las tonalidades variables, de lo ancestral a lo temporal, de las mareas al sosiego. La contundencia del gris, el blanco y el negro y el tratamiento de la imagen a través de la luz, el encuadre y una elaborada postproducción provoca una sensación de irrealidad, y también de atemporalidad, dando paso a cualidades simbólicas que implementa las imágenes, y encuentra afinidades que van del grabado japonés al calendario celta. El color es mínimo en las tres series, asimismo, los matices cromáticos, la estudiada iluminación de cada serie y la nitidez de todos los detalles, dotan a la imagen de una calidez que invita al espectador a aproximarse a la obra.
La fotografía de paisaje en relación a una mirada instrospectiva del autor que crea/construye imágenes y transmite percepciones/sensaciones/ emociones en relación al mundo que lo rodea abre un panorama diverso de exploración en el arte contemporáneo. En este contexto podemos citar la obra de Ori Gersht, Jitka Hanzlova, Bill Henson, Todd Hido, Axel Hütte, Beth Moon, Tiina Itkonen, Jorma Puranen, Hiroshi Sugimoto o Yoshiniko Ueda, entre otras y otros. En el mismo sentido, esta trilogía muestra una mirada personal al entorno que en su coherencia formal y expresiva y junto al dominio del medio fotográfico consolidan la trayectoria artística de Juan Adrio, en su recorrido fotográfico y paisajístico por Galicia.
Esta trilogía capta algo de Galicia, a saber, retratos caracterológicos del entorno, determinados por el clima, que conllevan una observación de los momentos y las vivencias, colectivas y abstractas, a lo largo de la historia y en la actualidad. Captura, sus manifestaciones inmateriales, a través del oleaje del mar, el cielo azul grisáceo de los días nublados, la condensación de la humedad en el aire, la visibilidad mínima antes de la lluvia, la cadencia de la niebla suspendida sobre la tierra, la trama verde oscura de las copas arbóreas o los claros de luna en la noche, mágicamente, iluminada.
GRIS (Desde el año 2008). Abstracción gris que encuadra el mar y el cielo en fragmentos casi monocromos, indefinidos en la multitud de sus matices: los días de lluvia, tormenta y viento, vidas y naufragios, la costumbre y la soledad frente al mar. El ritmo ondulatorio que viene y va, crestas de ola que se suceden, borrosidad sobre un fondo de luz familiarmente neutra, monótona, prolongados días normales habitado por rutinas de posibilidades infinitas. Estas fotografías se presentan como una particular ventana al gris indefinido, la cultura indecisa y ambivalente del noroeste peninsular que se conforma entre la duda y la certeza, el gesto de ensueño prolongado, la difícil predicción del tiempo inestable.
BLANCO (Desde el año 2012). Si Tanizaki elogia la sombra, aquí asistimos a un elogio de la niebla que suele aparecer antes de la lluvia. La atmósfera cambiante e incierta, característica del clima en Galicia, descubre paisajes tenues, cumbres que se insinúan y se disipan, composiciones de nubes bajas que se sitúan entre el espectador y el fondo, líneas irregulares de montes que se dibujan para volver a desaparecer. La niebla se presenta blanca e inaprensible como el alma. El espacio dilatado, envolvente, en un juego de apariencias deja ver las transformaciones sutiles y trascendentales del mundo, como hace el sueño cuando vuelve pesados los párpados.
Esta aproximación a la visión de lo intangible recuerda por un lado a las veladuras que en la historia de la pintura tratan de captar la transparencia y, por otro, a la aparición de la imagen sobre el papel en el laboratorio fotográfico. La niebla apunta a la duda en el espectro de lo visible y deja que el tiempo ejerza de revelador. A la vez, en estos paisajes mínimos algo atemporal se manifiesta, a saber, el espacio en blanco, el vacío.
NEGRO (Desde el año 2016)
El árbol, explica Herman Hesse en El caminante, se representa a sí mismo. Ser árbol es no ser distinto de estar. Su
posición y presencia se definen ahí, en mañanas de sol, tardes de lluvia, noches cálidas o madrugadas heladas, en los valles, en las faldas de la montaña, a la orilla de los ríos, frente a las sequías, bajo las tormentas o asediado por los incendios en los que arden tantos nidos.
Digna forma del ser que sin moverse del sitio contiene movimientos infinitos. Siempre en el mismo lugar, se adapta al medio a través de sus conexiones subterráneas y aéreas, las raíces buscan alimento y las ramas buscan la luz, los efectos del viento murmuran entre sus hojas, la savia fluye por su interior, el tiempo cíclico lo expone a cambios estacionales y sus semillas se alejan, a veces hasta dotadas de alas. Sin más abrigo que su corteza, sin más techo que el universo, en un alegato de modestia, se establece además como refugio y hábitat de otros seres que libremente vuelan hasta posarse en sus ramas.
Árbol es una noción esencial, una prueba de existencia anterior al artificio humano. Desde la meditación al sueño y de la lectura a la conversación, bajo árboles venerables convertidos en santuarios naturales nacen costumbres, leyendas y mitos y se celebran reuniones, danzas, bodas y banquetes. Nos invita a la apertura sensorial y da sentido al estar, no caminante que en su estancia prolongada en la tierra puede alcanzar miles de años y ser paradigma de longevidad. Cuando la imposibilidad de irse se convierte en la plenitud de quedarse y ahí coinciden origen y destino, nacimiento y muerte, cuerpo y casa, ser y estar, esencia y existencia. El bosque deja ver el árbol que sobre su eje constante mantiene toda la intensidad. Y la lección es dejar de querer estar en un lugar diferente al lugar en el que se está. Al mismo tiempo, el árbol es manifestación del afuera, irremediable exterior que significa también resistencia a la intemperie.
El fotógrafo y la fotografía convierten la oscuridad en marco de un espacio trascendente. La cámara sobre el trípode construye un escenario y el árbol es el protagonista. Nos deja ver el contorno irregular de su fisiología, el volumen envolvente y sus vacíos, los claroscuros en la porosidad de la copa frente a la luz, el patrón de distribución de las hojas, las texturas del tronco, quiebros de curvas y contracurvas, iteración y autosimilitud que lo convierten en modelo de singularidad y complejidad. Queda el enigma del procedimiento, no es una única toma, sino un proceso prolongado, varias fotografías que completan la imagen. No son instantes sino la captura de una duración, la aproximación mientras el obturador sigue abierto largo tiempo.
La fotografía muestra la visión de alguien que, alejado de las ciudades, acampa en el monte, se despierta en la noche y sorprende al claro de luna y al árbol.
Vanessa Díaz
GRIS - BLANCO - NEGRO
El fotógrafo Juan Adrio (Pontevedra, 1971) presenta una trilogía del paisaje con tres series que se afirman entre sí a través de la preeminencia del gris, el blanco y el negro, respectivamente. La primera serie es GRIS iniciada en el año 2008, en ella el mar y el cielo propios de los días de mal tiempo invaden el espacio. En la segunda serie del paisaje, iniciada en el 2012, el BLANCO se extiende a toda la fotografía y deja ver insinuados paisajes en medio de la niebla; y en la tercera serie iniciada en el 2016, se completa la trilogía a través del espacio NEGRO del que emerge la silueta ramificada de un árbol en cada una de las imágenes.
La idea de partida de GRIS fue fotografiar la línea del horizonte entre el mar y el cielo de la costa gallega, de A Guarda a Ribadeo; de igual manera, la serie BLANCO surge de los viajes por carretera de Vigo a Ourense, al ver aparecer y desaparecer los montes entre la niebla, finalmente, desde la situación interior de Santiago de Compostela se inician los retratos de árboles singulares y longevos que aislados sobre el fondo nocturno se convierten en protagonistas de la escena en la serie NEGRO. No obstante, destaca la condición de continuidad de estas series, el carácter procesual desde que se toma la primera fotografía hasta su indeterminación en la geografía y el tiempo, porque constantemente el mar, la niebla y el monte cambian y, a la vez, persisten. La permanencia del fotógrafo frente al mar, al lado de un árbol, en medio del bosque, al pie de la montaña o en el borde del camino o la autopista, define en si misma una posición en el mundo que da lugar al paisaje en sus expresiones más autóctonas, donde el estado climático, ambiental o anímico pueden converger. Se trata de fotografías que dejan sentir el misterio del silencio y la quietud, en la casi ausencia del color, la atención a la luz y la precisión técnica que determina un proceso fotográfico de larga duración, desde la toma al revelado y hasta la exposición.
Las fotografías presentan un espacio abstracto a través del cual se abordan nociones que van del instante a la duración, del blanco al negro, de lo local a lo universal, de la vocación monocromática a las tonalidades variables, de lo ancestral a lo temporal, de las mareas al sosiego. La contundencia del gris, el blanco y el negro y el tratamiento de la imagen a través de la luz, el encuadre y una elaborada postproducción provoca una sensación de irrealidad, y también de atemporalidad, dando paso a cualidades simbólicas que implementa las imágenes, y encuentra afinidades que van del grabado japonés al calendario celta. El color es mínimo en las tres series, asimismo, los matices cromáticos, la estudiada iluminación de cada serie y la nitidez de todos los detalles, dotan a la imagen de una calidez que invita al espectador a aproximarse a la obra.
La fotografía de paisaje en relación a una mirada instrospectiva del autor que crea/construye imágenes y transmite percepciones/sensaciones/ emociones en relación al mundo que lo rodea abre un panorama diverso de exploración en el arte contemporáneo. En este contexto podemos citar la obra de Ori Gersht, Jitka Hanzlova, Bill Henson, Todd Hido, Axel Hütte, Beth Moon, Tiina Itkonen, Jorma Puranen, Hiroshi Sugimoto o Yoshiniko Ueda, entre otras y otros. En el mismo sentido, esta trilogía muestra una mirada personal al entorno que en su coherencia formal y expresiva y junto al dominio del medio fotográfico consolidan la trayectoria artística de Juan Adrio, en su recorrido fotográfico y paisajístico por Galicia.
Esta trilogía capta algo de Galicia, a saber, retratos caracterológicos del entorno, determinados por el clima, que conllevan una observación de los momentos y las vivencias, colectivas y abstractas, a lo largo de la historia y en la actualidad. Captura, sus manifestaciones inmateriales, a través del oleaje del mar, el cielo azul grisáceo de los días nublados, la condensación de la humedad en el aire, la visibilidad mínima antes de la lluvia, la cadencia de la niebla suspendida sobre la tierra, la trama verde oscura de las copas arbóreas o los claros de luna en la noche, mágicamente, iluminada.
GRIS (Desde el año 2008). Abstracción gris que encuadra el mar y el cielo en fragmentos casi monocromos, indefinidos en la multitud de sus matices: los días de lluvia, tormenta y viento, vidas y naufragios, la costumbre y la soledad frente al mar. El ritmo ondulatorio que viene y va, crestas de ola que se suceden, borrosidad sobre un fondo de luz familiarmente neutra, monótona, prolongados días normales habitado por rutinas de posibilidades infinitas. Estas fotografías se presentan como una particular ventana al gris indefinido, la cultura indecisa y ambivalente del noroeste peninsular que se conforma entre la duda y la certeza, el gesto de ensueño prolongado, la difícil predicción del tiempo inestable.
BLANCO (Desde el año 2012). Si Tanizaki elogia la sombra, aquí asistimos a un elogio de la niebla que suele aparecer antes de la lluvia. La atmósfera cambiante e incierta, característica del clima en Galicia, descubre paisajes tenues, cumbres que se insinúan y se disipan, composiciones de nubes bajas que se sitúan entre el espectador y el fondo, líneas irregulares de montes que se dibujan para volver a desaparecer. La niebla se presenta blanca e inaprensible como el alma. El espacio dilatado, envolvente, en un juego de apariencias deja ver las transformaciones sutiles y trascendentales del mundo, como hace el sueño cuando vuelve pesados los párpados.
Esta aproximación a la visión de lo intangible recuerda por un lado a las veladuras que en la historia de la pintura tratan de captar la transparencia y, por otro, a la aparición de la imagen sobre el papel en el laboratorio fotográfico. La niebla apunta a la duda en el espectro de lo visible y deja que el tiempo ejerza de revelador. A la vez, en estos paisajes mínimos algo atemporal se manifiesta, a saber, el espacio en blanco, el vacío.
NEGRO (Desde el año 2016)
El árbol, explica Herman Hesse en El caminante, se representa a sí mismo. Ser árbol es no ser distinto de estar. Su
posición y presencia se definen ahí, en mañanas de sol, tardes de lluvia, noches cálidas o madrugadas heladas, en los valles, en las faldas de la montaña, a la orilla de los ríos, frente a las sequías, bajo las tormentas o asediado por los incendios en los que arden tantos nidos.
Digna forma del ser que sin moverse del sitio contiene movimientos infinitos. Siempre en el mismo lugar, se adapta al medio a través de sus conexiones subterráneas y aéreas, las raíces buscan alimento y las ramas buscan la luz, los efectos del viento murmuran entre sus hojas, la savia fluye por su interior, el tiempo cíclico lo expone a cambios estacionales y sus semillas se alejan, a veces hasta dotadas de alas. Sin más abrigo que su corteza, sin más techo que el universo, en un alegato de modestia, se establece además como refugio y hábitat de otros seres que libremente vuelan hasta posarse en sus ramas.
Árbol es una noción esencial, una prueba de existencia anterior al artificio humano. Desde la meditación al sueño y de la lectura a la conversación, bajo árboles venerables convertidos en santuarios naturales nacen costumbres, leyendas y mitos y se celebran reuniones, danzas, bodas y banquetes. Nos invita a la apertura sensorial y da sentido al estar, no caminante que en su estancia prolongada en la tierra puede alcanzar miles de años y ser paradigma de longevidad. Cuando la imposibilidad de irse se convierte en la plenitud de quedarse y ahí coinciden origen y destino, nacimiento y muerte, cuerpo y casa, ser y estar, esencia y existencia. El bosque deja ver el árbol que sobre su eje constante mantiene toda la intensidad. Y la lección es dejar de querer estar en un lugar diferente al lugar en el que se está. Al mismo tiempo, el árbol es manifestación del afuera, irremediable exterior que significa también resistencia a la intemperie.
El fotógrafo y la fotografía convierten la oscuridad en marco de un espacio trascendente. La cámara sobre el trípode construye un escenario y el árbol es el protagonista. Nos deja ver el contorno irregular de su fisiología, el volumen envolvente y sus vacíos, los claroscuros en la porosidad de la copa frente a la luz, el patrón de distribución de las hojas, las texturas del tronco, quiebros de curvas y contracurvas, iteración y autosimilitud que lo convierten en modelo de singularidad y complejidad. Queda el enigma del procedimiento, no es una única toma, sino un proceso prolongado, varias fotografías que completan la imagen. No son instantes sino la captura de una duración, la aproximación mientras el obturador sigue abierto largo tiempo.
La fotografía muestra la visión de alguien que, alejado de las ciudades, acampa en el monte, se despierta en la noche y sorprende al claro de luna y al árbol.
Vanessa Díaz